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Breve narrativa uruguaya (El Robo)

El siguiente relato es una obra poco conocida del escritor uruguayo
Andersse Banchero (1925-1987), titulada:

El robo

Eran igualitos como dos gotas de agua aquellos Rogríguez. Igualitos hasta en la manera de ser y ya no diré en la de hablar porque casi no hablaban. Esto yo lo había visto, jornadas enteras sin dirigirse otras palabras que éstas:
—Juan, ayúdeme a correr este andamio.
Allá iba Juan sin decir ni medio.
—¿Qué le parece cómo andamos de mezcla?
El otro calculaba con la mirada el montoncito y tampoco decía nada, no hacía ni un gesto. Nada. Volvía a lo que estaba haciendo, mientras el que había hablado se ponía a preparar más material. Pero cuando realmente llamaban la atención era cuando comían, o mejor dicho en las dos horas de descanso del mediodía sentados junto al fogoncito, unos ladrillos sobre los que cruzaban una parrilla de alambre donde calentaban el agua y chamuscaban una tira de asado o unas costillas. Parecian dos estatuas de bronce y no se oía otra cosa que el rezongo del mate de tanto en tanto y el chirrido de la carne sobre las brasas.
Por eso me extrañó cuando volví a ver a uno de ellos algunos meses después, dicharachero, conversador hasta por los codos. Se lo dije.
—Ah, no. Usté me confunde con los negros, dijo y soltó la risa, una risa buenaza como suele ser la de los negros del campo. Ellos son mis hermanos.
—¿Son tres ustedes? -le pregunté.
—Somos nueve -dijo Rodríguez.
Entonces me expliqué porqué a veces me saludaba con aquella risa, y otras lo hacía serio, tacitumo, y más de una vez había pasado al lado mío como si no me viera. Este Rodriguez además de ser el único de ellos que se reía, hablaba por él y por los otros ocho. Era el mayor, me dijo.
De mañana es un buen peón y no era que a la tarde se cansara o perdiera la voluntad, sino que después de almorzar volvía a la obra con aquella bolsita colgada del manubrio de la bicicleta y que a juzgar por el ruido contenía algún objeto de vidrio, aunque él procuraba cuidadosamente que no hiciera ruido y procuraba no hacerlo él mismo todas las veces que iba hasta la bicicleta aunque mediada la tarde ya no podía evitarlo y hasta dejaba el pico de la botella asomando por la boca de la bolsa, y cuando se iba no siempre le era posible montar la bicicleta.
Eso le pasó muy pocas veces, casi ninguna. Generalmente no pasaba de ponerse más locuaz que de costumbre, como cuando se puso a sostener que los hermanos habían edificado cuatrocientas casas en el balneario. Uno de los italianos, Luiggi, le preguntó cuánto tiempo hacia que trabajaban en la zona.
—Tres años -dijo Rodríguez.
Entonces Luiggi le hizo notar que hubieran tenido que terminar una casa cada dos o tres días sin parar sábados ni domingos. Y que ya no siendo nueve como eran, sino noventa, eso era imposible.
—¡Sí señor! -afirmó Rodríguez. ¡Cuatrocientas casas!
Luiggi dijo que además no había cuatrocientas casas en todo el balneario.
Se puso malísimo Rodríguez.
—¡Me lo dijo Juan y Juan no miente -aseguró.
—No es mentir, transó Luiggi. -Es exagerar un poquito. Serán cuatro o cuarenta, ponele, en vez de cuatrocientas.
—¡Cuatrocientas, lo dice Rodriguez! ¡Ni una más ni una menos!
En toda la tarde no nos volvió a dirigir la palabra. Pero, pensándolo bien, ésa fue una de las veces que no pudo montar la bicicleta.
***
Fue por un nivel que aquel lunes de mañana tuve que ir hasta donde vivía Rodriguez. Se estaba haciendo la casita o el rancho, algo así. Una pieza en principio con un baño y una cocinita, y los sábados se llevaba alguna herramienta. Se la prestaban los italianos y a veces le regalaban algunos materiales, o se los descontaban del jornal, nunca lo supe bien. Según Rodríguez se los descontaban porque él no le debía nada a nadie, y según los italianos se los regalaban y hasta le regalaban el jornal, porque en cualquier otro lado Rodriguez hubiera tenido que pagar para que lo dejaran trabajar. De todos modos a él nunca le faltaban algunos pesos en el bolsillo (en el cinto, decía) porque además de trabajar de albañil cuidaba algunas casitas deshabitadas en invierno, y vivía gratis en un garaje a los fondos de una de ellas. Pero le atribuía a San Jorge el hecho de andar siempre con plata. Llegó a explicármelo.

Consistía en poner delante de su estampa un vaso de caña por la mañana, a mediodía tenía que bebérselo, implorando la ayuda del santo, claro. Una vez, en un rapto de efusión llegó a ofrecerme una estampa y estoy seguro que de habérselo pedido hasta me hubiera ayudado en aquel curioso ritual, porque según me dijo, al beber la copa había que pronunciar unas palabras que no me las podía confiar porque perderían su efecto.

Pero volviendo al nivel; Pascual, el otro italiano, me dijo que era necesario ir a buscarlo pero que no sabía bien dónde vivía Rodriguez. Eran unas cuadras para abajo del parador, todo derecho como quien fuera para la playa, y la misma cantidad de cuadras hacia afuera, hacia la izquierda. Lo malo era que no recordaba cuántas cuadras le había dicho Rodríguez, ni siquiera el nombre del chalet que también se lo habia dado. Recapacitó y me explicó que Rodriguez estaba domando un caballo y que lo tenía en un corralito en un terreno justo enfrente a donde vivía.
—Má io non sé si e domadore, dijo.
Tampoco sabía si tenía aquel caballo porque siempre lo había visto con la bicicleta. Pero en todo caso le parecía una buena referencia porque no había nadie por aquellos lados que tuviera otro caballo.
Después de un rato arribó a la conclusión que lo principal no era el caballo sino el nivel porque era el único que tenían. Y enseguida empezó a renegar contra Rodriguez que seguramente se había mamado aquel domingo y que no iba a aparecer en todo el lunes, y contra Luiggi que le había prestado el nivel y hasta contra el mismísimo nivel.
Entonces Luiggi le hizo recordar que había sido él, Pascual, el que se lo había prestado y también se puso a renegar y dijo que si fuera por él hacía tiempo ya que hubiera echado a Rodriguez a un lugar que ni siquiera dijo en italiano sino en dialecto cerrado pero que me pareció entender perfectamente. Pero además, dijo, mejor que eso sería tener dos o tres niveles, porque no era sólo que Rodriguez se hubiera llevado el único, sino que una empresa, unos constructores que se respeten no podían trabajar con uno solo.
—¡Uno solo! -gritaba como un loco. ¡Uno solo!
Pascual tuvo que darle la razón.
Así que perdí toda aquella mañana dando vueltas detrás del hipotético corralito con el caballo y el menos hipotético nivel, hasta que tuve la feliz idea de preguntar por Rodríguez. Había pasado unas cuantas veces frente a donde vivía. Sólo que no existían el corralito ni el caballo, ni siquiera el chalet que debía estar al frente de aquello que además no era un garaje. Era una casilla de bloques perdida en un vasto terreno arenoso bajo un montecito de oscuros pinos invernales, apenas a una cuadra de la costa. Su único acceso era un trino entre los juncos, algo que recordaba a un caminito de hormigas, sobre todo allí, cerca del desolado mar del invierno, en proporción al mar quiero decir, a la desolación.
Iba avanzando por él cuando pensé que Rodriguez debía tener algún perro. Por aquellos lados la gente, los pobres sobre todo, suelen tener hasta media docena. Me paré y golpié las manos mirando a qué distancia estaba la calle en caso de que hubiera perros. Lo hice instintivamente porque no había ningún cerco, ni un alambre siquiera y mucho menos un portón para ponerme a salvo. Yo diría que tampoco había calle a pesar del cartelito que había visto clavado en un pino. No había calle en realidad, simplemente habían desmontado los médanos y habían trazado un plano recto y ancho de arena. A lo lejos vi al tipo que me había indicado dónde vivía Rodríguez que me hacía señas como para que siguiera avanzando, quizás había adivinado mi aprensión. Pero yo volví a golpear las manos y grité:
—¡Rodriguez! Eh; ¡Rodríguez!
No había ningún perro, no había nadie por ningún lado. Después de llamar en la puerta de la casilla sin obtener respuesta hice un rodeo. Hacia el lado de la playa, bastante lejos, había una hilera de casitas edificadas mirando hacia el mar, hacia lo que un día sería la rambla. Me pareció que una de ellas estaba habitada. No recuerdo porqué, gente no vi. Quizás vi humo, ropa tendida, alguna ventana entreabierta, no recuerdo.
Miré por una pequeña banderola que era la única abertura de la casilla aparte de la puerta y pude distinguir en la semipenumbra la cama de Rodríguez, un cajón que hacía las veces de mesa dé luz con un farolito de querosén y un cuadro que supongo sería la estampa de San Jorge. Eso en todo, si había algo mas no debía ser mucho, algo arrumbrado en los rincones donde no llegaba la luz de la mañana invernal.
De vuelta le dije a Pascual que si lo que estaba construyendo Rodriguez era aquello, maldita la falta que le hacían un nivel o una plomada.
—Es menos que un gallinero, le dije. Es un montón de bloques con unas chapas encima que no me explico cómo todavía no se le volaron a la m...
Pascual dijo que no era aquéllo, que aquéllo era un garaje que le prestaban los dueños del chalet.
—Pero ¿qué chalet? -le pregunté.
—Y... será algún chalet... de por ahí...
Yo estaba indignado por el mal rato que me habían hecho pasar aquellos perros que Rodríguez no tenía y aquel caballo y todo lo demás. Aparte que conociendo a Rodriguez sabia que iba a sostener a todo trance la existencia del caballo, el corralito y el chalet y entonces los Italianos podrían pensar que yo había pasado la mañana dando vacias por ahí para no trabajar. Pero Pascual pareció no darle importancia a todo aquello.
—Y bueno; ¿qué se va a hacer? - dijo filosóficamente.
Esa tarde los italianos trajeron un nivel flamante. Rodriguez no apareció en todo el día y tampoco el martes ni el miércoles.
Apareció el jueves. Surgió del amanecer ceniciento con la fina, fría, persistente llovizna de julio rociada por las motas en partículas blancas como de harina y corriéndole por los surcos verticales de las arrugas hasta formar pequeñas gotas que temblaban en su mentón. Traía la bicicleta de tiro y así, al contraluz gris, borroso del amanecer, tenía algo como de quijotesco, flaco y alto como era y con aquella
cabeza diminuta en relación a su altura. Un Quijote negro, concebido por un caricaturista y sin lanza además, apenas con aquel dichoso nivel en la mano. Pero quizás todo el parecido se redujera meramente a la delgadez. De todos modos parecía un croquis, un bosquejo, cinco o seis finas y largas pinceladas trazadas sobre un fondo sin paisaje. 

—Buen día Rodriguez, saludé. -¿Qué le pasó? 

—Anduve en vueltas con la "polecia”, contestó y era lo último que yo hubiera esperado. -Buen día, disculpe, dijo.

Nos quedamos bajo el encofrado de la plancha sin llenar por cuyas tablas se filtraban gruesas gotas que caían sin ruido sobre la arena. Era como estar a la intemperie, pero allí nos quedamos en cuclillas mirando la rumorosa cerrazón. Eran las siete y pico y ya debía haber aclarado. Habia aclarado, sólo que más allá de unos metros no se veía nada más que una lechosa semiclaridad. 

—¿Yá armaron el fierro? -preguntó Rodríguez. 

—Ya está armado, falta que cambie el tiempo para llenar. 

—Hay pa'rato, comentó. 

Había para rato, era algo que se veía. Mientras no cambiara aquel viento del este iba a seguir lloviendo, y ya no era ni viento, parecía haberse cansado, agotado, era un apenas perceptible movimiento del aire frío, algo que no alcanzaba para empujar aquella llovizna a ningún lado. 

—Los italianos no van a venir hoy, dijo Rodríguez al rato. 

—Dificíl que vengan, contesté. 

Se incorporó y agarró la bicicleta pero no se fue, se quedó parado. 

—Digales que Rodríguez estuvo, ¿oye? Digales que hace unos días lo traen loco a las vueltas. 

Pensé en preguntarle cómo había sido pero no hizo falta. 

—Robaron el “chalé”, dijo. -Debió ser mientras yo estaba, aquí en el trabajo, pero ahora la “polecía” me tiene a las vueltas. Yo les digo; preguntenlé a cualquier vecino quién es Rodríguez, a ver si Rodriguez es capaz de una cosa de esas. . . 

-Se deben haber llevado todo, le dije. Porque el lunes anduve por su rancho buscando el nivel y no vi ningún chalet. 

Ni mosqueó Rodríguez. 

—¡Se llevaron todito! ¡Hasta los cimientos! -afirmó tranquilamente. 

—Menos mal que usté vio, si no vaya a saber qué iban a pensar los italianos, agregó. 

Se enhorquetó en la bicicleta, todavía con un pie en el suelo volvió la cabeza hacia mí.

—Bueno; si llegan a venir digales que Rodriguez estuvo, que ahi está el nivel y que disculpen. Menos mal que usté vio. . . . 



Se hundió en la aterida cerrazón pedaleando con aquellas piernas demasiado largas para cualquier bicicleta. Se fue desvaneciendo rígido de la cintura para arriba, apenas se oía el ruido mínimo de la arena aplastada por las llantas. Y enseguida nada. Aquello que no era ni viento rozando los invisibles árboles y el ruido sordo, regular de las gotas cayendo sobre mis hombros mojados. 

—Bueno, pensé yo también -hoy los italianos no vienen. .. 

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Publicado por: Ade ♡

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